Buenas Noches, Mamá: Cuando la Pesadilla es Vivir Despierto

Buenas Noches, Mamá: Cuando la Pesadilla es Vivir Despierto

Salome Guadalupe Ingelmo
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Por Salomé Guadalupe Ingelmo

Una madre regresa a la aislada casa de campo que comparte con sus dos hijos gemelos tras haber sufrido una intervención en el rostro, que aún lleva cubierto por las vendas. Ante su anómala actitud y su radical cambio de carácter, tornado irascible y autoritario, los gemelos, muy compenetrados, se convencen de que esa extraña que ha entrado en su casa haciéndose pasar por su madre quiere separarlos.

En un primer momento, el espectador pareciera enfrentarse a un caso de maltrato infantil. Madre frustrada por su obligado cambio de cara y la sugerida pérdida de una brillante carrera de presentadora televisiva ‒quizá precisamente ligada a los daños sufridos en el rostro‒, que por ello empezamos a intuir también como una personalidad superficial y egoísta, vierte su amargura sobre sus inocentes vástagos, quienes alertados por una frialdad rayana en la crueldad, nutren la certeza de haber quedado en manos de una impostora y piden insistentemente el regreso de su verdadera madre.

Ciertamente cualquier espectador avezado comenzará a sospechar ante la obstinación de la mujer en dirigirse sólo a uno de sus hijos y hablarles siempre en singular. De exigirle al que parece su predilecto, Elias, que prometa que dejará de escuchar a su hermano. Sospecha que cobra mayor consistencia cuando el sacristán de la parroquia local también utiliza el singular para dirigirse a los gemelos.

La violencia irá en aumento hasta desembocar en el interrogatorio y tortura de la mujer, retenida por los gemelos con la intención de que confiese el paradero de su verdadera madre.

La maldad y el sadismo encarnados en figuras infantiles cuanto menos inquietantes constituyó un tabú durante mucho tiempo; pocos se atrevieron a afrontarlo en la literatura y el cine. Se consideraba políticamente incorrecto y estaba socialmente mal visto. La inocencia infantil era incuestionable. Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James ‒adaptada una y otra vez al cine, con mayor o menor fortuna, entre otros por Eloy de la Iglesia (1985) y por Antoni Aloy (bajo el título El celo, en 1999)‒ rompe con esas reglas. Como también lo hace, mucho más recientemente y de forma más radical, Los chicos del maíz de Stephen King (1978, con adaptación cinematográfica en 1984) ‒obra en la que advertimos indiscutibles influencias de El pueblo de los malditos, basada en la novela de John Wyndham y dirigida por Wolf Rilla (1960), cuya nueva adaptación corrió a cargo de John Carpenter (1995)‒ o la soberbia ¿Quién puede matar a un niño? de Chicho Ibáñez Serrador. Sólo por poner un par de ejemplos, porque ciertamente, una vez abierta la veda, el argumento se ha vuelto recurrente en la literatura y no menos recurrente en el cine. Transgredidos los límites y revocados los vetos iniciales, la perversidad infantil se convierte en uno de los clichés preferidos del género de terror.

Buenas noches, mamá se puede considerar heredera de esa tradición, pero sólo en la superficie; sólo como pretexto para proponer una trama compleja que gira alrededor de un conflicto en absoluto fantástico, mucho más alarmante y embarazoso que cualquier ficción, uno poderosamente real y vergonzoso para la sociedad, obstinada en pretender ignorarlo.

Si bien la película ‒en la que apenas existen diálogos y cuya banda sonora carece de protagonismo alguno‒ se puede hacer lenta, hay que reconocerle unas excelentes intenciones y unas nada despreciables cualidades. Se agradece especialmente la inusual honestidad, el juego limpio. Guionistas y directores han entendido, algo nada común hoy en día, que ser profesional en la materia ‒la del suspense y el terror‒ no exige sobresaltar ni sorprender a toda costa al espectador ‒o al lector‒. Que, además, la originalidad se logra de una forma bien distinta. En realidad cualquier público medianamente sagaz, sin necesidad de ser guionista o escritor, puede sospechar casi desde el comienzo de la cinta cuál es el misterio que se desentraña sólo en las últimas escenas. Y ello no porque el guión se revele deficiente, vulgar o previsible, sino precisamente por lo contrario: se ha construido coherentemente y sigue una línea argumental perfectamente lógica y razonable. Es decir, de haber escrito esa historia yo, con total probabilidad lo habría hecho de un modo muy similar. Por eso, y no por incompetencia de sus autores, puedo anticipar su desenlace.

Ni guionistas ni directores se ocultan, entre otras cosas, porque si bien nos ofrecen una historia de intriga que por momentos se convierte en horror, su objetivo encierra un mensaje de naturaleza social que sigue estando de plena actualidad. En el fondo, aun sin romper el encantamiento hasta el final, ambos desean sembrar la incertidumbre en la audiencia: que el espectador atento tenga oportunidad de sospechar a dónde será conducido. Porque, de hecho, esa sospecha resulta todavía más inquietante, mucho más turbadora e incómoda para su propia serenidad que cualquier argumento de terror al uso.

La protagonista de la película vive aislada en mitad del campo, como aislados están los familiares que soportan la carga de la insania. Sólo aparecen en escena los tres miembros de la malograda familia y, muy brevemente, el sacerdote local y su sacristán.

Dura, austera, despojada al máximo de cualquier aditamento, Buenas noches, mamá se revela de un minimalismo incómodo para quien observa. Porque quien observa lo hace más consciente por momentos de que no podrá evadir el áspero golpe final: la tragedia en la que todos tenemos nuestra parte de responsabilidad, y a la que asistimos cada vez menos impasibles, cada vez más turbados.

El espectador se siente impresionado, casi agredido, más que por las imágenes, sin duda muy violentas, por la sospecha ‒cada vez más próxima a la certeza‒ de que las torturas que sufre la protagonista a manos del muchacho, son las torturas que sufre una madre de forma habitual. Imaginamos el desgarro psicológico que ha de suponer para un progenitor soportar el maltrato de su propia descendencia. Y también sospechamos que el “accidente” que ha obligado a la protagonista a operarse el rostro, muy probablemente, no fue fruto de desgracia o descuido sino de otro ataque precedente.

Así, las apariencias se revelan falsas: el presunto verdugo se descubre víctima. Comprendemos entonces sus arranques de mal genio. Sometida a un estrés constante, ha perdido los nervios y su estabilidad emotiva. Las instituciones abandonan a estas personas, que muy a menudo tampoco quieren aceptar la enfermedad o no pueden obligar a sus enfermos a seguir el tratamiento necesario para paliar los síntomas del mal y sus consecuencias. La calidad de vida de quienes tienen este tipo de dependientes a su cargo se deteriora inevitablemente, a veces irrecuperablemente. No es raro que necesiten apoyo psicológico o psiquiátrico, que sufran a su vez trastornos de ansiedad, de depresión… Que incluso desarrollen otras enfermedades no necesariamente psíquicas. No encuentran salida a su drama porque no reciben la ayuda necesaria, y tampoco se ven capaces de abandonar a sus seres queridos. Aunque les cueste la salud e incluso la vida. Si bien los enfermos mentales no suelen ser peligrosos para los demás, en ocasiones asistimos a crónicas de muertes anunciadas: en 2008, en Santomera (Murcia), un hombre decapitaba a su madre y salía a la calle con la cabeza de la víctima bajo el brazo; en 2006, en Hamburgo, otro había hecho exactamente lo mismo con su mujer.

Los familiares de algunos bipolares, esquizofrénicos, personas aquejadas de brotes psicóticos y pacientes que manifiestan otras formas de desequilibrio mental entienden bien de lo que trata Buenas noches, mamá. Ni siquiera pueden culpar al enfermo por los malos tratos que reciben durante sus crisis, pues saben que éste no es plenamente consciente de lo que hace o dice. Al dolor del maltrato se suma entonces el dolor por el padecimiento del propio maltratador, lo que genera una suerte de síndrome de Estocolmo muy particular, totalmente nefasto y malsano. Al tiempo el enfermo, en sus momentos de lucidez, padece por el daño que inflige involuntariamente a quienes le cuidan.

El cine nos ofreció un excepcional ejemplo de la dureza que puede entrañar la convivencia con la enfermedad mental ‒si bien edulcorada por la historia de amor y por el extraordinario tesón del protagonista‒ en Una Mente Maravillosa, que retrata la vida del matemático John Nash, esquizofrénico. Nash se me antoja un modelo a seguir, un testimonio inspirador que irradia esperanza. Recuerdo haber leído hace años una entrevista suya concedida a El País Semanal que me sobrecogió y marcó definitivamente mi forma de percibir los trastornos psiquiátricos. Explicaba Nash que nadie puede entender realmente al enfermo mental, sobre todo cómo se siente, si a su vez no lo es. Comparaba las crisis con la cara oculta de la Luna, porque durante esos periodos el enfermo pierde totalmente comunicación con la Tierra: nadie tiene acceso a él ni puede socorrerle. Está totalmente aislado, solo, abandonado a su suerte. Por eso es el propio enfermo el único que puede ayudarse de verdad. Nash lo comprendió y aprendió a combatir y sobrellevar su mal mediante la razón: empezó por aceptar que era un enfermo y lo sería toda la vida. Esto le permitió dudar de la realidad que creía advertir durante sus crisis y además evitó que rechazase el tratamiento. Seguramente la terapia fue muy importante para él, pero sigo pensando que lo que le hizo realmente excepcional fue su sobrecogedora toma de conciencia de la situación, el valor con el que enfrentó su realidad: sería un enfermo crónico, jamás lograría deshacerse de las alucinaciones y los delirios que le asaltaban periódicamente; pero aprendiendo a poner en duda su veracidad, gracias a la plena aceptación de su condición, conseguiría evitar que gobernasen su vida y la arruinasen. No me imagino mayor fuerza de voluntad ni muestra más notoria de predisposición al ejercicio de la racionalidad, propia sin duda de una mente científica.

            Volviendo a Buenas noches, mamá, la mujer que los gemelos desean que vuelva, la madre afectuosa y solícita, la que fingía poder ver al gemelo que sólo existe en la mente de Elías, no regresará jamás porque ya no existe. La situación familiar por la que pasa ha acabado por superarla y ha aniquilado la felicidad. Ahora necesita descanso constante y se finge dormida, o cierra puertas para aislarse del hijo que está acabando con su serenidad y su salud. Es más, los gemelos sospechan que ella muy probablemente aún alberga alguna esperanza de rehacer su vida, pues encuentran un video aparentemente destinado a presentarse ante posibles citas y descubren fotos de su casa en una Web inmobiliaria.

La imposibilidad de afrontar la frustración que genera en Elías el no conseguir sus propósitos acabará, como tantas veces en la vida real, en tragedia y muerte. Y quizá no sea casual el nombre del pequeño: Elías, como el profeta que, en pleno ardor místico, ascendió al cielo en un carro de fuego.

Al margen de la denuncia sobre la marginación a la que se relegan los problemas mentales, en un sentido más amplio, Buenas noches, mamá deja constancia del creciente terror que sienten los padres hacia sus hijos; del aumento de la violencia infantil hacia los progenitores, que en general se avergüenzan de reconocer los malos tratos sufridos y además se sienten incapaces de denunciar a sus propios hijos, de pedir a los jueces el alejamiento del hogar, renunciando a los lazos familiares. Una violencia infantil que quizá hayamos alimentado los adultos con un exceso de permisividad y con una educación totalmente errada que no ha sabido formar niños sólidos que se conviertan en adultos sólidos, una educación que ha consentido todos los caprichos, haciendo creer que cualquier cosa se puede obtener con sólo pedirlo o quererlo. Pero la vida, trufada de sinsabores, renuncias y fracasos, obviamente se revela muy distinta. Un desengaño que los niños y adolescentes educados con grandes deficiencias emocionales no están preparados para encajar ni logran perdonar.

Ficha Técnica

Título original

   Ich seh, Ich seh (Goodnight Mommy)

Año

   2014

Duración

   99 min.

País

   Austria

Director

   Severin Fiala, Veronika Franz

Guión

   Severin Fiala, Veronika Franz

Música

   Olga Neuwirth

Fotografía

   Martin Gschlacht

Reparto

   Susanne Wuest, Elias Schwarz, Hans Escher, Lukas Schwarz, Christian Steindl, Erwin Schmalzbauer

Productora

   Ulrich Seidl Film Produktion GmbH

Género

   Terror. Drama. Thriller psicológico

Premios

   2015: Premios del Cine Europeo: Mejor fotografía. Nominada a Premio Discovery

   2015: National Board of Review: Mejores películas extranjeras del año

   2015: Satellite Awards: Nominada a Mejor película de habla no inglesa

   2015: Critics Choice Awards: Nominada a Mejor película de habla no inglesa

   2014: Festival de Sitges: Sección oficial largometrajes a concurso

Imagen: Edvard Munch, El grito.

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