BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE

BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE

BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE. UN CUENTO DE HERMAN MELVILLE

Autor: Francisco José García Carbonell

            “Con mensajes de vida, esas cartas se apresuran hasta la muerte” (Rom. 7:10). Esta frase que el autor  saca del conocido libro del apóstol Pablo es, desde mi punto de vista, algo crucial para poder ver la obra desde un plano general.  Las lecturas del Apóstol de los gentiles, y sobre todo esta misma de romanos, tienen en común con este relato tan breve como universal de Melville, los demasiados enfoques que han suscitado. Sabemos de los enormes conflictos políticos y religiosos que han producido las diferentes interpretaciones de la Carta a los romanos, también sobre el sentido espiritual o de malestar social con que diversos expertos literarios y pensadores han intentado explicar la actitud inflexiva de Bartleby.  Yo creo que el enfoque no se debe poner de manera principal  en el personaje, sino más en el espacio que gira alrededor suyo, ahí, pienso, se halla la clave.

            El anterior oficio de Bartleby en la oficina de cartas muertas, aquellas que no han sido reclamadas, nos sitúa en un conflicto consigo mismo que luego traslada a su nuevo empleo. Lo suyo es un juego existencial en donde la alusión a la frase bíblica, con la cual hemos empezado esta reseña, nos puede producir intriga, tanta intriga como los propios nombres bíblicos que emplea en su obra más conocida, Moby Dick. Es por tanto que el espacio, ese del que he hablado antes, coloca al personaje principal ante el misterio “donde los proyectos de la carne están en contra de Dios, pues la carne no se somete a la ley de Dios, y ni siquiera puede someterse” (Rom. 8,7). El escribiente deslucida, de esta forma,  una dimensión sagrada y ajena al tenso trasiego que se da a su alrededor. Es ajeno al ruido, al incomodo que su presencia provoca en los demás, a toda la futilidad de los acontecimientos que van pasando, y que terminan muriendo al igual que esas cartas no reclamadas, las mismas que no pueden trasmitir la vida que llevan dentro.

Cuando Bartleby responde, ante los nuevos encargos de su empleador, con un — “prefiero no hacerlo”- , no estoy de acuerdo, en parte, con el profesor Alejandro Carreño, cuando desecha la explicación de que podría estar actuando como un monje contemplativo, señalando que “su ser no radican en lo que hacen sino en lo que son”, pues aquí, en este caso, el personaje, podríamos decirlo así,  justifica lo que hace por lo que es. A través de la contemplación es como este hombre se va alejando de su oficio y, volviendo a  San Pablo, evita (hacer) lo que en su interior reconoce como malo, en otras palabras (hacer) lo que aborrece (Rm 7,15).

Solo una fuerza violenta policial, que actúa ante las persistentes denuncias, puede arrancar a Bartleby, el escribiente, de esa estancia mística. Es otra vez en el mundo de la carne, al que se le ha empujado a estar,  que este termina feneciendo como las cartas que se apresuran hasta la misma muerte, una muerte en la que se pierden los mensajes con vida.

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