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Atravesar tantas puertas
Los visitantes del Museo de Pérgamo visitan las puertas de Babilonia en Berlín. Era un lugar exclusivo al que muchos querían ir, donde había jardines colgantes, donde había sensualidades de diosas. Pero leones de cerámica asustaban en la entrada.
En Madrid hicieron la Puerta de Europa, las torres de la Castellana. España quería entrar en Europa, en la prosperidad, en el mercado. Y también en la cultura, y en los derechos, y en las libertades. Una especie de mercado con alma y con recuerdos y con tradición de revuelta. España ya no quería ser África.
Por la puerta de Jaffa se entra en la Jerusalén antigua. Una ciudad donde hay varias culturas y varias religiones y conviven por encima de todo. Aunque cada una se cree más santa que la otra y con tanta santidad no hay tiempo de vivir la vida. De meterse en una taberna o tomar humus o escuchar viejas canciones. La religión puede ser tan enriquecedora cuando se convierte en poesía . Pero las doctrinas son tan apabullantes. Y esa ciudad es un símbolo de la paz imposible y el desgarramiento, de la tolerancia y la intolerancia.
Guimard hizo unas entradas fantásticas al metro de París. El metro surgió en Budapest para que el emperador no tuviese que caminar sobre tierra entre sus dos palacios. Pero en la ciudad de la democracia todo el mundo podía sentirse rey y el hecho de desplazarse podía ser algo poético y se abrían las puertas al viaje.
Antonio Canova construye un sepulcro como una puerta hacia la muerte, al silencio, a la paz imposible, a lo que no tiene nombre. Ya no valen los gestos ni las palabras, no valen ni siquiera las esculturas, entramos ahí dentro sin mirar a nadie, sin color, con los ojos tapados.
En Borobudur, isla de Java, Indonesia, una turista se fotografía a la entrada del ámbito sagrado, es toda una ciudad llena de templos y de ceremonias, un espacio que se sale del mundo y nos enaltece y nos silencia. Es ir más allá del ruido y la furia a un mundo que protege un dragón con ojos como bolas.
En Cape Coast, Ghana, los esclavos entraban en la puerta de no retorno, allí donde encontraban la alienación absoluta, donde ya no eran ellos mismos sino cosas, donde no valía el pasado ni el amor ni los ancestros. Las puertas pueden protegernos o abandonarnos..
En San Francisco una puerta verde con dos serpientes amantes nos lleva al Barrio Chino, a la cultura donde los dragones son el símbolo de la creatividad y no del mal, donde hablan de desmesura y de infinitud, y no de límite y moderación como las columnas griegas, donde está la muralla china que asustaba a Kafka y las montañas inefable de los taoístas.
La Gran Muralla China se hizo para defender el refinamiento y la exquisitez contra los bárbaros de las estepas y entrar o salir por una de sus puertas era un vértigo, salir de la grandeza hacia el caos o viceversa, entrar de la estepa a la porcelana, pasar del jardín al desierto, pero también del despotismo a las noches.
En España hicieron la Puerta de Alcalá para recordarnos que viajar es para los reyes, atravesar algo grande, pero puede serlo para todos, y todos se hacen fotos en ese espacio que reúne y no separa, que saluda y no despide, que lleva de la ciudad al parque que fue de los reyes y ahora es de la gente.
En Santa Maria Novella, en Florencia, Ghiberti quiso llevarnos de la tierra al paraíso directamente, exaltarnos como si ya hubiéramos llegado, y por eso pintó de oro las puertas, y puso esbeltos desnudos flotando entre árboles ligeros y alucinados para que regresásemos todos a “nuestro estado primitivo de hijos del Sol” como diría Rimbaud y se trazó a sí mismo encantado en medio de un círculo.
La Puerta Dorada de Jerusalén está cerrada a cal y canto, solo se abrirá según los judíos cuando llegue el Mesías, y posiblemente no se abrirá nunca, quedará siempre como indicativo de nuestros anhelos y nuestros sueños, de las puertas que no sabemos como abrir.
Porque tal vez las que deberíamos abrir antes de nada son las que llevan a nosotros mismos, como expresa Fernand Knopff , a nuestras riquezas y nuestras desvanes, a todo aquello que hemos reprimido y abandonado y que podría darnos la plenitud si no fuéramos tan cuadriculados.
Pero lo que no se puede es abrir puertas por la fuerza, brutalmente, para que entren en los refugios la furia y la intemperie, el miedo y el terror, como hace ese furioso Jack Nicholson en “El resplandor” de Stanley Kubrick, como hacían aquellos niños que entraban a patadas en la habitación de la niña, imitando a los militares golpistas de la dictadura argentina en la película “La historia oficial” de Luis Puenzo.
Mejor la puerta japonesa de Miyajima que abre el país al mar, igual que otras las abren a la naturaleza increíble (la gente cree que en Japón todo está habitado y que no cabe ni un alfiler pero hay infinitos territorios de naturaleza y eso solo ocurre en Tokio y cercanías ), a los dioses de las aguas y a los dioses que sueñan.
En la antigua Micenas tan poderosa dos leones protegían la puerta del palacio de Agamenón y aquellos leones que antes impondrían tanto ahora nos parecen bastante modestos, aunque las piedras ciclópeas nos dicen que aquello daba miedo, que era un pueblo de conquista y de arquitectura, y que las puertas solo las cruzaban pocos. En cambio los celtas no tenían puertas, sus templos eran los bosques y sus palacios las espirales de sus vasijas.
Rodin quiso llevarnos a las Puertas del Infierno, pasar de la tierra al mundo reprimido, aunque puso al Pensador en la puerta apretando las mandíbulas para decirnos que controlásemos un poco todo aquello y no nos dejásemos llevar por las visiones extraordinarias de Dante.
Pero el dueño de una casa cuya puerta está lleno de pinchos brutales en Zanzíbar está claro que no quiere dejarnos entrar, dicen que esos pinchos proceden de los palacios de Rajastán que los ponían para repeler a los elefantes enemigos, pero ahora ese comerciante suajili no nos invita, solo quiere impresionarnos con la gran casa que tiene, nos trata como vagabundos, como pringados de la sabana que hemos llegado allí para admirar su recinto.
Siempre he soñado con las puertas de Samarcanda, esa gran ojiva azul rodeada por un alfiz gigantesco de la madraza Ulugh Beg, que dan paso al sueño y a la cúpula, a ese espacio exclusivo con que soñó un gran líder que en el lugar de las arenas quería todas las cumbres del refinamiento y la elevación . Y no me perdono a mí mismo que todavía no haya ido, porque Samarcanda es el epitome de los sueños insaciables, del refinamiento intimo en mitad de desiertos y los olvidos de Asia central.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR
FOTO: CONSUELO DE ARCO