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Anocheceres de Oriente Medio
Al anochecer según Derek Walcott todo se vuelve libre, mezclado, abierto. Él inventó el “pensamiento del anochecer”. El anochecer según Quasimodo subraya la vida entera. Entonces según Guillermo Valencia toda la vida sale con toda su fuerza llena de contradicciones y paradojas. Todo se confunde, todo se ahonda, todo pierde sus rasgos angulosos y sus definiciones. Todo deja de parecer rígido, incompatible, cerrado. Todo el mundo sale de su definición, se vuelve otra cosa, se ahonda, lo escucha todo. Ya no tenemos doctrinas, pero tenemos olor, sabor, misterio. Sería buena idea que los enemigos se reunieran al anochecer y se comunicaran de verdad. Tal vez entonces resolvieran el conflicto de Oriente Próximo. Cenar a fondo podría resolver el conflicto de Oriente Medio.
En Jaffa al anochecer pensamos en la ballena que cenó a Jonás, en el monstruo quiso cenar a Andrómeda. Mirábamos al anochecer desde una café alto en sombra las aguas del Mediterráneo y mirábamos la roca de Andrómeda. Pensábamos en ese restaurante donde la gente come a ciegas, como los ciegos de Sábato, cuando la intuición y el gusto van más allá de la razón. Y conectan mucho mejor a la gente que la razón que cuadricula. Sentíamos que todo era monstruoso, imaginativo e indefinido, como esa boda que se celebraba en las escaleras azules, como
En Tel Aviv recorrimos todo tipo de barrios, el yemenita, el de los edificios Bauhaus, Neve Tzedk con ribetes bohemios. Era una ciudad moderna pero repleta de sugerencias y de vivencias profundas, de anochecer. La pintora Anna Kogan inventó una cena extraña en una pared, donde se reúnen comensales variados de diversas épocas y mentalidades, Einstein y Carlos Marx , David Ben Gurion con una chica en bikini. Podrían participar en la cena árabes y persas, rusos y yanquis, porque al anochecer no se distinguen bien las doctrinas. Y en Florentine, el barrio canalla lleno de pintadas, encontramos una en que se decía : Bésame antes de que todo se acabe.
En Tel Aviv también al anochecer uno iba a la antigua estación de tren donde se instalaban terrazas de cafeterías y fondos de restaurantes. Y uno miraba aquellas formas de los vagones cerca del mar, que habían perdido su función rígida pero conservaba su forma sugerente, utilizadas para otra cosa, llenas de sugerencia en el anochecer. Cuando las cosas pierden su prepotencia y su función rígida y lógica se convierten en otra cosa más vibrante, hablan sin aplastarnos con nosotros, se vuelven sinceros, nos sugieren lo que queramos en un anochecer. Y el anochecer se llena de vida sin fronteras en cualquier momento de cualquier año.
Llegamos a Safed al anochecer, en una plaza me recibió un piano azul. Era la ciudad de la Cábala y de los artistas, donde estuvo Marc Chagall. Era ciudad del crepúsculo y de la mística. Pero la mística consiste en cenar las cosas, en transmutarlas y no interpretarlas, en vivirlas y no inventar doctrinas sobre ellas. Todos los místicos del mundo se entienden, todos sienten lo mismo, por eso los teólogos los persiguen en todas partes con sus doctrinas. Safed era la ciudad de la Cábala judía, pero al anochecer entramos en una casa donde se escuchaban con hondura guitarras sutiles de Azerbaiján, la mística superaba las culturas y las doctrinas, los cenantes eran compañeros en un mismo anochecer.
A Belén fuimos de mañana pero nos imaginamos a la Virgen al anochecer descansando en su huida, dando de beber a su niño. Es un personaje cristianos pero Belén ahora es una ciudad árabe en Palestina. Lla Virgen dio de cenar a Jesús su leche en la Gruta de la Leche al anochecer. Debió de ser una cena exquisita para aquel niño a aquella hora, con el mismo amor de cualquier madre al anochecer, más allá de doctrinas e ideologías. ¿A quién no le enriquece la leche? Al anochecer cenó leche aquél Jesús que más tarde se saltó tantas rigideces y normas.
En Jericó, también en Palestina, el taxista quería lanzarnos directamente al Monte de las Tentaciones, donde ahora se ve un monasterio rupestre griego. Pero yo quería ver los restos de la ciudad más antigua del mundo y pensar sus anocheceres. Paseamos por aquel lugar desolado y me emocionaba pensar que allí nació la vida urbana, que allí los humanos convivieron unos con otros, y al anochecer salían a cenar a sus patios con un pozo. Miraba las escaleras que bajaban a las casas para escaparse de la furia del sol, las primeras escaleras del mundo, atisbaba esos patios donde al anochecer salía a cenar y a charlar, a salir de sí mismo, a mezclarse con otros. Un arqueólogo dice que las casas se agrupaban en torno a un patio central que se usaba como cocina, allí aparecieron los primeros cuencos de piedra antes de la cerámica. En esos patios al anochecer comían el primer pan del mundo, comían pesca y caza, intercambiaban sus impresiones sobre el día furioso de Sol que ya solo era memoria. Memoria compartida de anochecer.
En Jerusalén entramos en el Monasterio Etíope y unos murales representan la llegada de la reina de Saba. Era una llegada ceremoniosa llena de cortesanos y de procesiones pesadas, pero yo imaginé cuando al anochecer Salomón y la Reina se desnudarían y se pondrían a cenar y mezclarían sus culturas tan distintas en un mismo asombro. Seguro que antes de hacer el amor (que fue algo místico, pero también fue algo carnal) cenarían exquisitamente, Salomón le pondría sus mejores manjares, y después sus pieles se comprenderían más allá de las culturas y las distancias.
También en Jerusalén, en un lugar donde después en la Edad Media levantaron un convento los templarios, la gente cree que se produjo la Última Cena. Me imagino esa cena increíble en un anochecer, cuando Jesús lo presentía todo, las traiciones y las apariciones, las angustias y las glorias. Y a esa cena acudieron seres con muy distintas personalidades, se inclinaron unos sobre otros en distintas posturas, como muy bien supo después Leonardo, aproximaron muy distintas maneras de pensar. El pan debió de saber como nunca en la Tierra, Jesús sencillamente les daba el pan y lo saboreaban con toda la atención. En el anochecer se mezclaban unos con otros, lo recordaban todo, ponían la mejor sensibilidad en la lengua. En realidad Jesús les daba a cenar su propia sustancia, su propio corazón, por eso ahora en un capitel unos pelícanos dan a cenar a sus hijos su propio pecho, en un anochecer sin tiempo.
En Nazareth comimos delante del Pozo de la Virgen, en un restaurante árabe, una ensalada con el aceite más vibrante y sublime que encontré nunca en la Tierra. Pero fue mejor después al anochecer, cuando en aquel hotel árabe que fue una antigua estación de caravanas, nos ofrecieron los restos de una cena que prepararon para los actores de una película. Tomamos una especie de empanada, tomamos aceite, tomamos leche agria de cabra, disfrutamos de la sensualidad profunda sin doctrina en un anochecer generoso. Más tarde, cuando ya estábamos en la cama, una cabra cercana llamaba con voz agria e intensa a una cabra lejana, las dos habían cenado, eran cabras sin doctrinas, se amaban en la noche, y se seguían cenando la una a la otra en la noche.
Nunca olvidaré aquellos anocheceres en Oriente Medio. ¿Por qué los poderosos y los supuestos sabios no se dejan llevar por el atardecer, no hablan en medio de esa penumbra apasionada y abierta, no se sueltan a sí mismos sin cuadrículas en sus cabezas? ¿Por qué no escuchan esa “voz del crepúsculo” de la que hablaba Derek Walcott? Y entonces encontrarían juntos esa paz apasionada y abierta que nos sugieren todos los crepúsculos.
Anocheceres de Oriente Medio
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR
Fotografía: Consuelo de Arco: Vieja estación en Tel Aviv