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Álvaro Galán Castro (Málaga, 1979).
Licenciado en Derecho por la Universidad de Granada y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid. Máster en Études Romanes por la Université Paris X y Máster en Gestión del Patrimonio Literario y Lingüístico Español por la Universidad de Málaga.
Ha publicado hasta la fecha los libros de poemas El lucero del ala (Premio de poesía MálagaCrea 2001), El cuerpo eléctrico [La canción de amor de Paolo Cinelli] (Monosabio, 2010), Ordo amoris (Ediciones en Huida, 2013) y Los frutos de la herida (XXIV Premio Internacional de Poesía Salvador Rueda, 2016).
Ha sido incluido en la antología Clave de sol. 16 sobre la música (jóvenes poetas malagueños) (Fundación Málaga Ciudad Cultural, 2010).
Ha publicado sus poemas en diversas revistas y periódicos: Diario Sur, Revista Mu, Filosofema, El Alambique, El Búho, Analecta literaria, Álora, la bien cercada, etc.
Ha colaborado en las páginas de cultura de medios como Ahora Semanal, Diario Sur y Ethic, la vanguardia de la sostenibilidad.
Sin título (de El lucero del ala)
Es el dorado minuto en que atardece,
en que el humo del tabaco nos redime
de toda diligencia de concordia.
El alma se reduce a dilatarse en su clara inclinación a reducirse,
se resume en instintos cimarrones asumiendo su aptitud de vaharina,
emancipada del dios que la malcría,
por un momento abiertamente prófuga
de todos los demonios que la endiosan.
Fumamos,
en espera de que no suceda el tiempo,
de que siempre nos transcurra este minuto,
liviano por la sola indiferencia
de qué ser o no ser
o dónde
o cuándo.
Vita nuova III (de El cuerpo eléctrico [La canción de amor de Paolo Cinelli])
Atenas. Una noche no cualquiera de verano. Yo te ofrecí comer de la manzana. Sobre mis manos ingenuas por entonces, en su sazón de madurez sin estaciones, brillaba roja de pasión una delicia, iluminada solamente por la luna, latiendo en su indolencia prodigiosa, sin el gusano aún de la nostalgia, esa pequeña sierpe tentadora. Tú, sin pensar, lo sé, me la aceptaste. Era imposible en ese tiempo la discordia. Era imposible, ¿sabes?, otro trance. Pues todo el cosmos en torno a la manzana aquella noche para ti sólo giraba. Y en la manzana era yo quien se ofrecía, ingrávido y nupcial, despampanado de la vid de la vergüenza, sin ciencia oculta ni origen del pecado, sin mal que bien, sin sierpes, sin razones. Sólo el azar muscular, sólo la química feliz por unas horas, sólo el miocardio en los jugos de la entrega, sólo la vida entera en ese fruto, tal a veces se siente en una brizna palpitando animada por la brisa, siempre dispuesta al amor de la llovizna, o en la simiente que vuela asoleada tal nubecilla ungida de su esperma, diseminando su sexo por el prado.
Tú me aceptaste el corazón que eras tú misma y en tu mordisco todo el universo se devoraba a golpe de latido.
Narcissus poeticus (de Ordo amoris)
En un jardín florece una amarilis,
capullo sin edad, narciso del poeta,
en un jardín cualquiera,
en un jardín sencillo, no dejado
de la mano de nadie.
De un prado en la montaña, de un ombligo
para nada secreto
ni olvidado,
surge el cordón eléctrico, vibrante
por la miel en su disco y el aljófar
y contempla la vasta curvatura
de los astros afines
y el temblor de sus hélices de leche
ante el sol, un espejo, una guadaña
con que hacharse los ojos,
un narcótico ajeno que ensimisme
de este apego por todo lo creado,
de este látigo eléctrico que emerge
de la sien de la tierra en cuyo bulbo
se presiente el sanguino
padecer de la flora.
Del síndrome de Stendhal en Florencia,
¿qué entienden los junquillos?,
¿qué saben sus mismísimas corolas?
La primera lección del amor propio
es que nada es extraño, nadie intruso
en la casa del polen,
en la humilde morada de los aires,
en los siete palacios de la aurora.
La intemperie refugia al firmamento
de vivir enclaustrado.
El narciso del valle desconoce
dónde acaba el rizoma,
en qué justo momento
florecen los tentáculos del mundo,
pues que no hay raíz
ni hay mundo.
Sin título (de Los frutos de la herida)
Hay algo que no cambia
en el canto del mirlo estrangulado
que asciende cada año
a las ramas cercanas a tu alféizar.
Amanece
y es junio restallando en su pechuga
tan ahíta de amor
y de bayas de mirto
que el ardor puede más que la fatiga ser el caudal del trino
y hasta morir de extenuación lo hace con alborozo.
Y es otro y es el mismo cada año
su indócil diapasón, los desbocados
requiebros de ternura que prorrumpen
de su pico de oro y llamarada.
El fuego se sucede en las alcobas
y todo lo demás se nos sugiere
mudanza y contingencia salvo el fuego,
pero el canto
—fulgor de glicerina en la negrura
y en el ámbar del alba—,
aunque vayan muriéndose los mirlos,
digo, el canto,
el hálito del canto
cada año
es el mismo.
Deploratio (de Los frutos de la herida)
1.
De esta grieta profunda
ha de manar el canto.
Que se sienta la herida, que se sienta
su belleza insondable, pues del mosto
se hará, no sin dolor, la sangre virgen
del canto.
Bebed ya de la copa la inocencia
y el tánico esplendor en que del daño
fermenta la virtud.
Me duele vivamente, vivamente
el canto ha de sanarme.
Poderosa es la llaga, terca sima
en que toda certeza se macera
y se aflige la carne y el aliento
se suspende.
Gota a gota la pena se arracima
y no hay uva imposible.
Qué belleza, qué perfecto suplicio
de las horas
en que el canto en silencio va tomando
con sus dedos los frutos uno a uno
del caldo venidero.
Circunspecto y callado. No se atisba
su aguaza de verdad, porque es faena
de saber aguardar no el aguardiente,
sino el vino despacio.
Venid a contemplar, que de la herida
surtirá como luz la vida a chorros.
Certidumbre no hay más que la del tajo
en que me has puesto a hurgar.
De su férrea oquedad no cabe duda,
aunque quepa el asombro
ante tal esplendor en la dolencia
y, aun metiendo los dedos, no se alcance
su fondo de piedad.
Nada apenas se sabe
de cómo sublimar tanto cinabrio,
calcinar tanta rosa,
supurar tanto espejo.
Tampoco su color nos queda claro,
pues a veces se irisa y se compone
—como pluma de alción— según la luz le incida.
Pero el dolor es cierto.
Ven y palpa conmigo, que es tan tuya
como mía la herida.
Vocalizo la herida, porque templa
lo difícil del canto. Me ejercito
en su acero tajante y piadoso
y en el pulso de dicha que en el llanto
y en el grito resuena y corta el aire
con helor de cuchillo.
Acústica rotunda la del hueco
palpable de la ausencia.