ALONSO QUIJANO EN PRIMERA PERSONA

ALONSO QUIJANO EN PRIMERA PERSONA

ALONSO QUIJANO EN PRIMERA PERSONA

 Por Juan Andivia Gómez

 Imagine lector por un momento que nadie existe en sí sino la duda, o que creyendo saber lo que supiera, nada habrá en este mundo de apariencias. En efecto, suena a lo que suena, al poema “Basta” de Blas de Otero: “Imagine mi horror…” y lo parafraseo porque acabo de leer el sorprendente y magnífico libro de Miguel Ávila Cabezas, titulado La primera persona (Alonso Quijano, autor de El Quijote).

 Si las preguntas son que si se trata de una visión original del libro de Cervantes, o del propio Cervantes, de su autoría, de una lectura diferente, de una concatenación de reflexiones sobre los personajes, de una reescritura, de una apuesta por la intertextualidad, por la ficción, por el humor, por la cultura libresca, por el lenguaje de los siglos de oro, por una teoría existencial; que si se trata de pararse a dudar de todo, a vernos como entes reflejados en un juego de espejos, como “títeres de un dios cansado y aburrido”, si se trata de pensar, de divertirse, de alimentar nuestra curiosidad, o de metaliteratura; si las preguntas son estas, la respuesta única es sí a todas.

 Miguel Ávila, autor de veintisiete libros de poesía, narrativa, crítica literaria, teatro y una producción diversa de diversos géneros, se presenta ahora como narrador extenso en esta obra en la que, desde la hipótesis de que el tal Quijote, Quijano o Quesada no existió, sino un verdadero Alonso Quijano, que tomó el nombre de Tirante Negro y que emprendió hazañas y batallas no contra molinos u odres, sino esencialmente contra sí mismo.

 Los nombres transmutados de los personajes, especialmente de los equinos, del fiel escudero y del origen de su condición de caballero, la mención de La Galatea, pero sobre todo de Tirante el Blanco, la presencia de un Padre y de una madre, de un Fray Benito diferente y la disputa contra ese tal Cervantes, del que también hace una breve mención biográfica, confieren al libro un carácter casi enciclopédico, si así se desea, porque las alusiones a escritores son numerosísimas:

Martorell, Aleixandre, Zorrilla, Catulo, César Vallejo, Lope, San Isidoro, Sta. Teresa, Blas de Otero, L.Carroll, Salinas, Góngora, Poe, Kafka, Fernández de Avellaneda, Calderón, A. Machado, Cela, Pirandello, Unamuno, San Juan, Borges, La Celestina, Paul Éluard y tantos más; o a pintores, zarzuelas, Biblia, mitologías, cine, idiomas, al tiempo que un lenguaje culto y arcaico las más veces y una bilocación del protagonista que nos lleva a las teorías de Nietzche sobre la verdad como perspectiva y, por tanto, a Platón, Kant y Marx; de Marc Augé, sobre los no-lugares y a la filocronía.

 El libro insiste en la identidad, cita a sofistas, a Descartes y retuerce el refranero, consigue la sonrisa y concluye en la imposibilidad del amor, ya se llame Dulcinea o Carmesina; recuerda a los fabulistas y convierte las diatribas inteligentes de Sancho y los animales políglotas, en verdaderas charlas filosóficas.

 Como al principio, si la duda es lo único que existe y para intentar resolverla el protagonista acude a la frase de que ‘lo que es, es’, quizá este libro, tratado, lucubración o metanovela, donde el autor habla con los personajes, los personajes entre ellos y todos a su vez con el lector, habría que reservarla para los ‘letraferit’, letraheridos, amantes incondicionales y apasionados de la literatura. Sin embargo, su lectura es tan entretenida, tan profunda a veces y todo al mismo tiempo, que cualquiera persona ávida de aventuras como el tal Quijano, puede adentrarse y disfrutar con ella. Al fin y al cabo, todos estamos en el mismo libro.

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