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Por José García Martín
Yo no voy a esperar, Huracán, a que tu te mueras. Será un adiós sentido, lleno de emoción, con alguna pena, pero sin la tragedia de un final para siempre: quedará la esperanza de encontrarte de nuevo.
Te irás como llegaste: por esa carretera del camino de Santiago, por la que tantos peregrinos me encontré las mañanas de Invierno, cuando te llevaba tu desayuno antes de irme a mis quehaceres.
Y tu rostro se reflejará en el agua del abrevadero que hay junto a mi casa, ese que tantas veces refrescó la cabeza de mi vecino Antonio, “El Gordo”, que entonces ya no estará tampoco con nosotros porque te estará mirando desde el cielo al lado de Luisa, aquella mujer obesa y sentimental que de niño me vendía unas sandías tan grandes como el mundo sin fin de tu barriga. Y así serás una nueva versión literaria : estarás en mi alma para siempre, a punto de aparecer por una esquina.
Pronto aparecerán tus imágenes, y el olor de tu aliento de caballo comilón. Los recuerdos, que son los culpables de los peores sufrimientos, me harán escucharte, y verte, y montarte por entre las encinas, camino de una ermita de Escardiel que nunca llegó porque no estuve a tu altura de caballo noble.
Pero desde mi ventana veré la Virgen del Carmen, y eso compensará y aliviará mi sufrimiento.
¡Qué pena, Huracán, la incomprensión!. Ella es la causa de no tenerte para siempre; y de separarnos, como aquellos soberbios constructores de la torre de Babel.
Sólo me queda la pluma en esta tarde de Agosto, y por ella brotará tu sangre hecha tinta, azul como el horizonte, lleno de historia porque estará repleto de vivencias, para decirte, esperando ilusionado y apenado, que ojalá otra persona dispuesta a sufrir te resucite.