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Terminó la cena, colofón gastronómico de un pregón. Algunos amigos marcharon y, de momento, un personaje con ropajes de bandolero serrano apareció de un más allá, hombretón macizo, correoso, de tez sonrosada y generosas patillas.
«Hubiese traído mi sombrero de “cariciapelo” y la ropa de lujo al conocer de antemano vuestra presencia. Avisadme la próxima vez». Lo decía en imperativo, orgulloso, aunque algo apesadumbrado por “ir de diario”. Se acabaron las prisas y el silencio inundó el recinto. Puede que un respeto atávico hacia los poseedores de la locura nos embargase. José pasó a la tarima donde los antiguos tribunos hacían gala de su oratoria porque, «no lo olvidéis —clamaba—, pisamos tierras conquistadas por Roma». Nos dio lecciones de justicia, del hecho religioso, la ética, la mujer, el valor, la gratitud, el perdón, la reencarnación que había experimentado sucediendo al mejor y último bandolero: Diego Corrientes. Una cátedra de teología antropológica contundente y en absoluto improvisada resonó y visualizamos en pasmos alucinatorios. Gestos afirmativos rubricaban al personaje que se engrandecía cual duende salido de la lámpara de Aladino. Vamos, que sin dar un paso de danza todos bailamos al son del recién llegado.
«Vivo en la sierra y solo hablo con un par de perros y caballos. Soy un casto guerrero sin mujer ni hijos, ermitaño armado de faca trinquetosa y de valor para usarla». Una liturgia de avíos encumbraba al gladiador en una tierra ávida de mitos, encerrada en fronteras de leyendas huecas. Fue un juguete roto que, llegado al final, donde las digestiones ayudadas por los vapores de Baco enaltecen a los esperpentos, logró conjeturas dispares.
Poco importa quien jugó con quien: cada cual interpretó un papel, uno, el suyo, individual y el resto en una colectividad sorprendida y amordazada.
José: me das pena que te llamen “El tirantes”, a ti, último o mejor penúltimo bandolero –nunca una especie como la tuya se extinguirá–, porque justicieros continuarán yendo de áridas peñas a taurinos cosos de togas y picapleitos. Alimento de turistas blanquecinos, habitantes de fanales, ávidos de topar con especímenes de pan y circo.
Te confieso que tu santo bandolerismo sintonizó hace poco conmigo. Envidié tu faca, tentación demasiado fuerte para el que vive en la selva urbana. Resulta que traté de poner orden en una fila para subir a un autobús urbano porque unos jóvenes trataban de romperlo y me quedé solo, y me llamaron viejo y nadie salió en mi defensa. Estoy seguro que de haber estado tú, tan marcial y aguerrido defensor de la justicia, hubiese impuesto el orden natural porque al primer chasquido de tu trinquete los vándalos urbanos hubiesen entonado el perdón, arrodillados a tus pies, besando tus negras manos, curtidas entre bridas y bozales pero untadas por bálsamos de sueños.
Filpo Cabana