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¿Está Todo Perdido?
Por Salomé Guadalupe Ingelmo
En breve llegará a nuestros cines Cuando todo está perdido, la última película dirigida por J. C. Chandor, que ha protagonizado Robert Redford. Cuando todo está perdido se me antoja un ejercicio atrevido y muy poco usual hoy en día: un poderoso llamamiento a regresar a las esencias. De un sobrecogedor lirismo visual, se presenta sin embargo bajo la apariencia de una cinta sobria y concisa: extremadamente elegante pero raramente frugal en unos tiempos plagados de efectos especiales y ostentación, en los que suele prevalecer la espectacularidad y buscarse a toda costa el asombro. Cuando todo está perdido fascina, por el contrario, por sus cualidades absolutamente opuestas: por una austeridad extrema en lo visual y argumental, pues el guión ‒del mismo Chandor‒ sugiere mucho más de lo que explícitamente narra; así como por una interpretación contenida, verdaderamente convincente y realista, de su único protagonista, que carga sobre sus espaldas ciento seis minutos de interpretación muda sin caer jamás en el histrionismo. Porque, como digo, Cuando todo está perdido se revela una película muy poco común.
Durante una travesía por el Océano Índico, un pequeño velero choca contra un enorme contenedor abandonado en alta mar. Su propietario y único tripulante, un hombre maduro que está entrando ya en a senectud, descubre que la vía de agua abierta ha destrozado todo su equipo de navegación así como la radio. Totalmente incomunicado y con la nave gravemente maltrecha, habrá de enfrentarse a una tormenta que lo dejará, finalmente, a merced del sol, la sed, el hambre y los tiburones en una endeble balsa salvavidas. Pero el naufrago, que ni siquiera extenuado se rinde, con la única ayuda de sus cartas de navegación y un sextante que penas sabe usar, logrará aprovechar las corrientes para alcanzar un pasillo marítimo donde espera ser rescatado por alguna gran nave. Sin embargo llamar la atención de los enormes cargueros se revelará una empresa casi imposible. Y el hombre solo, desesperado, comprenderá que quizá, después de tanta lucha, su única opción consista en rendirse: en descansar finalmente.
Poco en común, diría, con tantas otras películas con las que se podría caer en la tentación de compararla: empezando por Náufrago, dirigida por Robert Zemeckis y protagonizada por Tom Hanks, y siguiendo por todas las películas sobre infortunios marinos que se han rodado desde la lejana Las aventuras de Robinson Crusoe, dirigida en 1903 por George Méliès. Porque ésta no es una mera cinta más sobre naufragios. Ni siquiera, una reflexión sobre cómo el aislamiento y la desesperación afectan al ser humano. Al menos, no, circunscrito este conflicto en el marco de una catástrofe marítima fortuita e imprevisible, dependiente únicamente de las fuerzas de la naturaleza. Porque ésta es, sobre todo, una película sobre responsabilidades: en concreto, sobre responsabilidades humanas y sociales. Cuando todo está perdido, sin duda, trasciende el género.
Y en este sentido, en cuanto a su petición de cuentas sobre la responsabilidad se refiere, Cuando todo está perdido podría acercarse más a la novela Relato de un náufrago: a las circunstancias que dieron origen a la aventura narrada por García Márquez. Ya que como Luis Alejandro Velasco, protagonista de la tragedia real, confesase al autor, la catástrofe no la produjo una tormenta sino el sobrepeso de una carga mal estibada en la cubierta de un destructor, que de hecho por ley no debería haber llevado carga alguna. Y el descubriendo de esta verdad que en tan mal lugar dejaba al gobierno y a la dictadura que lo ocupaba, la de Gustavo Rojas Pinilla, habría de costar, entre otras represalias, el cierre del periódico en el que por entonces trabajaba Márquez, y en el que se había ido publicando la historia. Y al protagonista, que se negó a retractarse, la expulsión de la marina.
Cuando todo está perdido se revela una bellísima parábola que encuentra el terreno más abonado que nunca para arraigar en nuestras castigadas sociedades, en nuestros desencantados ánimos. Porque son éstos momentos en los que conviene recordar, como sugiere la película, que la sangre fría nos salva de la catástrofe, o al menos de que la catástrofe se convierta en irreparable. Que no hay que dejarse arrastrar por la corriente de las circunstancias adversas, porque la voluntad humana casi todo lo puede cuando en una meta, especialmente la de la subsistencia, pone todo su empeño.
Imposible no evocar El viejo y el mar, la novela de Ernest Hemingway cuya adaptación cinematográfica rodase John Sturges en 1958, con Spencer Tracy como protagonista[1]. Y sin embargo el mensaje de Cuando todo está perdido es, a pesar de entrañar como aquella un canto a la superación y la supervivencia, totalmente diverso. Casi diametralmente opuesto en algunos aspectos. Y es que mientras Hemingway plantea la lucha interior y la profunda introspección, Cuando todo está perdido se centra en el individuo como ser social. Curiosamente, a pesar de que su protagonista permanece siempre solo, la sombra de los demás está presente en todo momento: para ponerle en peligro pero también para salvarle en el último segundo, cuando todo parece perdido. Hemingway habla de la lucha en soledad. La lucha, en realidad, contra uno mismo: por superar las propias barreras, en concreto las nuevas barreras impuestas por la edad y la decadencia física. En el peor de los casos, si es que la derrota se revela inevitable, habla también de aprender a aceptar esas limitaciones: convivir con ellas sin perder la dignidad, como el enorme pez.
Ambas, tanto El viejo y el mar como Cuando todo está perdido, tratan de superación y lucha, pero lo hacen de forma muy distinta y con muy diversos objetivos. El de Cuando todo está perdido es, siempre, poner de manifiesto al individuo como una pieza de un engranaje mayor y superior; del que éste depende, pero del que también es parte activa pues lo conforma con sus actitudes y acciones. Se deduce que con actitudes más responsables y altruistas construiremos sociedades más preocupadas por el bienestar de cada uno de sus componentes. El personaje de Hemingway lucha por no perder la fe en sí mismo; el de Cuando todo está perdido lo hace por no perder le fe en el ser humano. El personaje de Hemingway, en el fondo, al menos al comienzo de la novela, ha empezado a resignarse a tener al desaliento por compañero, a aceptar su mala fortuna: ochenta y cuatro días sin coger un pez no puede ser casualidad. El personaje interpretado por Redford, por el contrario, no se diría dispuesto en absoluto, ni por un momento, a aceptar lo que parece su inevitable sino. Y reacciona con todo el ingenio y la resistencia física y anímica que a priori no se le supondría a un hombre de su edad.
El viejo de Hemingway se adentra voluntariamente en el mar, en la soledad, alejándose de su comunidad, para correr tras la esperanza brillante como un pez. Redford lucha denodadamente por regresar a tierra, por volver entre los hombres. Mientras el protagonista de la novela de Hemingway habla constantemente ‒con el pez, consigo mismo, con los pájaros, con Dios…‒, Redford, paradójicamente, perece buscar más la callada reflexión. Lo que no deja de resultar curioso porque, en efecto, la obra de Hemingway se centra en la búsqueda personal, mientras este guión parece querer ahondar más en la naturaleza social del hombre, en su comportamiento como ser gregario.
Para las sociedades egoístas, preocupadas sólo por las cifras, por la sempiterna macroeconomía, el individuo, el ciudadano que sufre, es sólo un pequeño punto en el inmenso océano: un punto imperceptible por demasiado insignificante, como Redford en su balsa al lado de los mastodónticos cargueros. Esos náufragos son simples daños colaterales que pasan inadvertidos. Porque los puentes de mando viajan demasiado en alto, a demasiados metros sobre el nivel del suelo, de la calle, como para advertir el estrago real y cotidiano que provocan sus decisiones. Decía Tomás Moro que “allí donde domina el derecho a la propiedad, donde todo se mide con dinero, no puede hablarse de equidad y bienestar social”.
Cuando todo está perdido nos exhorta a responsabilizarnos de nuestros actos, porque un descuido o una negligencia pueden costar la vida a otros. Pero la película incita también, quizá, a una mayor responsabilidad respecto a la naturaleza y a un regreso hacia nuestra faceta más animal. Ésa más instintiva que nos anuncia el peligro mucho antes que nuestra razón. Y que, si bien escuchada, nos ayuda a evitarlo tempestivamente. También esa parte de nosotros, hoy casi perdida por todos, que nos facilita la conservación. Porque el hombre acomodado ya no es capaz de asegurarse la supervivencia por sus propios medios. Y habituados a la confortable pero anquilosanteyatrofiante tecnología, ya hasta un marinero experimentado olvida el uso de una herramienta tan básica como el sextante. Nuestras mentes se acomodan y debilitan: nos convertimos en seres más indefensos cada día, seres con menor capacidad de reacción ante la adversidad. No sólo de reacción práctica, sino incluso emotiva. Hemos perdido, en muchos sentidos, el norte.
Aunque si hay algo que al protagonista, ejemplo a seguir, no le falta es un indestructible ánimo, una envidiable disposición para la lucha. Inmediatamente comprende que es necesario recuperar el ingenio y la vieja sabiduría popular. Ésa que nos enseña, por ejemplo, cómo potabilizar agua salada mediante la evaporación ocasionada por el sol. Porque antes un pobre campesino analfabeto era capaz de proveer a sus propias necesidades y sobrevivir sin ayuda alguna, cosa que un licenciado o profesional cualificado de nuestros días muy raramente sabría hacer. Y el peligro, como en un nivel de lectura simbólico parece querer decir esta parábola con aspecto de película, no ha desaparecido. Por mucho que nosotros creamos vivir totalmente a salvo y seguros. Por mucho que la amenaza ahora no provenga fundamentalmente de las bestias, de una naturaleza hostil, sino del predador que reside en nosotros mismos.
Decía Thomas Hobbes, en realidad parafraseando al comediógrafo Tito Marcio Plauto, que “el hombre es un lobo para el hombre”. El recientemente fallecido Santiago Genovés concluía en buena parte de su obra, especialmente en Expedición a la violencia, que la violencia no es inherente al hombre: que no está genéticamente instaurada en nosotros ni proviene de nuestro origen animal, que no es producto del instinto ni ha sido potenciada por la selección natural[2]; sino que es obra de la cultura, que se desarrolla a partir de las relaciones sociales. Yo, por mi parte, creo en la bondad natural del hombre: creo que éste es más feliz cuando actúa bien que cuando actúa mal, y que si a veces no se comporta como desearía es más por miedos o intereses que por verdadera inclinación hacia la maldad. Pero también creo que la indiferencia, tan a menudo ligada a la falta de conciencia o de remordimiento, mata. Aseguraba Martin Luther King: “Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”.
Una vez más se demuestra que sólo un sólido guión es capaz de mantener a flote una película, incluso si ésta a priori se puede considerar compleja y difícilmente dirigida al gran público. Pero, por otro lado, ¿quién es este fantasmagórico gran público a quien se suela tachar de frívolo? ¿Acaso no lo componen individuos con tragedias personales, cada día más numerosos y más traicionados por esas sociedades que les dejan hundirse en el silencio abisal sin tender una mano que socorra?
Hay que hacerse ver y oír por los grandes cargueros, por los Estados: los únicos que realmente pueden rescatar y poner definitivamente a salvo a los ciudadanos que se encuentran ahora a la deriva, faltos de recursos y de referentes estables, con verdadera autoridad moral, hacia los que remar; amenazados por los tiburones hambrientos, por los predadores sin escrúpulos que pretenden sacar partido del infortunio alimentándose de su carne y su sangre. Porque siempre hay tiburones dispuestos de aprovecharse del trabajo ajeno, de lo que tanto esfuerzo les ha costado conseguir a los pobres y desprotegidos. Como los que pretenden arrebatarle su pez al anciano pescador de El viejo y el mar.
¿Será casualidad que el protagonista de Cuando todo está perdido se encuentre en la franja de edad de quienes más ayudaron a alcanzar este estado de bienestar que se ha revelado un espejismo y amenaza con naufragar definitivamente, que ha traicionado a todos pero de especial modo a quienes más arriesgaron y trabajaron para construirlo? A quienes en Estados Unidos clamaban contra la guerra de Vietnam y en España salían a las calles, o se reunían clandestinamente, para exigir o planear el fin de una dictadura. A quienes en Chile y Argentina desparecían, como el hijo y la nuera del recientemente fallecido Juan Gelman, con la esperanza de que sus descendientes tuviesen un futuro mejor y más libre un día. Cómo no sentirse defraudado cuando uno sacrificó hasta su vida en favor de un futuro común más próspero para todos. Cómo contrarrestar la pena y la decepción que nos arrastra hacia el fondo.
De una extrema belleza visual el final, esos fotogramas en los que Redford se hunde voluntariamente en el oscuro y silencioso océano mientras continúa mirando hacia la cada vez más lejana superficie: hacia el trémulo anillo de fuego en el que se ha convertido su balsa, cuyo brillo artificial ‒y engañoso‒ compite con la serena luna, un valor realmente seguro y estable, un valor que no se revela humo. Porque no todas las luces son igualmente sinceras.
Bajo el signo de naufragio (fragmento). Por Salomé Guadalupe Ingelmo
–¡Por el amor de Dios, desenganchen esa balsa! Es demasiado grande y pesada. Nos arrastrará al fondo del mar. ¿Es que acaso no se dan ustedes cuenta? –grita histérica la esposa del nuevo gobernador de Senegal, el coronel Julien-Désire Schmaltz.
–Pero allí hay personas. No podemos abandonarles –se opone tímidamente una voz solitaria.
–¡Moriremos todos! ¡Desengánchenlos!
–¡Sí! ¡Corten esa maldita cuerda antes de que sea demasiado tarde! Ellos mismos comprenderán dentro de poco que no podremos remolcarles a lo largo de los ciento sesenta kilómetros que nos separan de la costa. Y entonces harán lo que haría cualquiera de nosotros: nos abordarán. En el mejor de los casos, los botes no soportarán la embestida de la chusma y nos ahogaremos todos. En el peor, nos asesinarán sin piedad y tirarán nuestros cadáveres por la borda.
El capitán ve cómo de los rostros de los distinguidos pasajeros va desapareciendo cualquier rastro de humanidad. Y comprende que el terror y el egoísmo han ganado definitivamente la partida. Da la orden con aire derrotado, resignado a pasar a la historia por los minutos más funestos de unacarrera en la armada no demasiado brillante, pero en la que tampoco habían faltado los aciertos. Especialmente el de mantenerse fiel a la monarquía aunque ello le hubiese costado el exilio. Aquellos largos años en Coblenza y Londres no habían sido tan malos. Sus aristocráticos salones, en los que se había ganado el grado de capitán, aunque plagados de peligros y emboscadas, reservaban menos sorpresas que las aguas africanas.
La enorme mole destartalada de veinte por siete metros, construida improvisadamente con tablones, fragmentos del mástil y cuerdas, termina por perderse en el horizonte. Los privilegiados que se alejan en los botes salvavidas ya ni siquiera logran ver los rostros desencajados de sus ocupantes. Gracias a Dios, ya no se escuchan sus insistentes gritos de socorro. Ya no se oyen sus súplicas ni sus rezos. Es casi como si nunca hubiesen existido.
(Bajo el signo del naufragio ganó en 2009 el Premio “Paso del Estrecho” de la Fundación Cultura y Sociedad de Granada, convocado con la colaboración de la Asociación UNESCO para la Promoción de la Ética en los Medios de Comunicación. Ha sido publicado en la antología de textos de ese certamen y en la antología personal de la autora La imperfección del círculo, Libros de las Gaviotas, Ediciones COMOARTES, Madrid/México D. F. 2012)
¿Pero acaso está, en efecto, todo perdido? El director de Cuando todo está perdido parece pensar, o cuanto menos esperar, lo contrario. Porque quizá Dios apriete pero no ahogue: quizá el hombre recupere la lucidez y la conciencia social, la solidaridad hacia el prójimo.
Y es que los verdaderos héroes, los héroes de verdad, son gentes modestas y anónimas cuyas gestas, como la del pescador de El viejo y el mar, permanecen desconocidas. Gentes que, igual que él, son capaces de sobrellevar con dignidad incluso sus derrotas. Que aprenden a sobreponerse y no se rinden. Y aun maltrechos por la vida, vuelven a hacerse a la mar. Incluso sabiendo que ésta puede resultar cruel a veces.
Ficha técnica
Título original: All Is Lost
Año: 2013
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Director: J.C. Chandor
Guión: J.C. Chandor
Música: Alex Ebert
Fotografía: Frank G. DeMarco
Reparto: Robert Redford
Productora: Lionsgate Films / Roadshow Attractions / Before The Door Pictures / Washington Square Films / Black Bear Pictures
Género: Aventuras. Drama. Supervivencia.
Web Oficial: http://allislostfilm.com/
Estreno en USA: 18/10/2013
Estreno en España: 14/02/2014
Premios
2013: Oscars: Nominada a mejores efectos sonoros
2013: Globos de Oro: Mejor banda sonora. Nominada a mejor actor
2013: Círculo de Críticos de Nueva York: Mejor actor
2013: Premios BAFTA: Nominada a Mejor sonido
2013: Festival de Cannes: Sección oficial fuera de concurso
2013: Premios Gotham: Nominada a Mejor actor
2013: Independent Spirit Awards: 4 nominaciones, incluyendo Mejor película
2013: Satellite Awards: 4 nominaciones, incluyendo mejor película y actor
[1] En 1990 Jud Taylor rodaría una adaptación para la televisión protagonizada por Anthony Quinn.
[2] Estas afirmaciones eran sostenidas también por la Declaración sobre la violencia firmada en Sevilla en 1986 por reputados profesionales de diversas disciplinas dedicadas, desde diversos ángulos, al estudio del ser humano: Richard Leakey, Federico Mayor Zaragoza o el propio Santiago Genovés, sólo por citar algún ejemplo.
Impecable y extraordinariamente escrito: “¿Está todo perdido?”. Un comentario crítico ejemplar desde lo humano, lo ético, lo literario, lo especializado. La elevada jerarquía de Salomé Guadalupe Ingelmo como escritora continúa demostrando que no conoce de límites. Francisco Garzón Céspedes
Decía José Martí que “el elogio oportuno fomenta el mérito, y la falta de elogio lo desanima”. Quizá somos lo que somos, en parte, porque alguien confió y confía en nosotros. Gracias siempre. Salomé