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“114 Relatos Cortísimos” de Mari Conejero
Por Ramón G. Medina
Hay libros que llegan a uno sin esperarlos. Es el caso de “114 Relatos cortísimos” (Ed. Devenir, 2015) de Mari Conejero. Uno toma el libro y lo mira. Es un tomo pequeño que no asusta por su tamaño. Lo abre por su primera página y lo observa con cierto mimo, porque es un libro que se presta a primera vista para un rato de lectura sutil, disfrazada de cierto entusiasmo de niñez, y se engolosina mientras lo lee.
Me recuerda su tacto, al abrirlo, el primer tomo de “Platero y yo” que tuve en mis manos, hace ya muchos años. Uno recuerda aquella lectura tan amena y peluda. Y empieza a leer su primer relato: “Un día perdí mi diábolo”. Y de entrada, se encuentra con una edad verdaderamente juvenil y diáfana. Entrada fresquísima y llena de ilusión o ensoñación irrecuperable por los lustros del tiempo. Casi coloreada de una feliz entrada de año nuevo. Lo que se espera con una nueva emoción. Los ojos de los niños parecen que endulzan el ambiente ensoñado. Es una edad pobre, de un tiempo de pobreza inevitable, y sin embargo, llena de fantasía diabólica. “La cuerdecita de los palos se te enredaba a menudo y…” una imagen casi reciente le llena a uno los ojos.
Y ya no paras la lectura. Vas devorando uno a uno sus relatos, que en su mayoría no rebasan la página. Y uno se siente argonauta, buscando sin cesar el vellocino de oro. Y se dice, “pero será posible”, animado por su lectura, entusiasmado por agotar su delicado y dulce desenlace. Es verdad que uno está saturado, como de muchas cosas, de grandes mamotretos de historias profundas, complicadas, severas y moralistas… de mundos llenos de ambiciones y corrupciones a granel que quitan el sueño de lo humano, quitándole a uno media vida de esta y la ilusión de la otra. Y sin embargo los 114 relatos de este libro son como agua fresca, clarísima, que se deja beber con fruición a cualquier hora. Sin aburrimiento y sin cansancio te lleva de una a otra página, con ánimo de no detenerte a medio camino.
“Lo miro desde el otro lado del sofá pero ni se inmuta” Uno se va deshaciendo en pequeños microcosmos con su ávida y fluida lectura casi infinita, suspensiva y grácil. Desenfadada. Pero sigue leyendo, sin quererse enterar de la película que le va contando, impregnándose y embelesado, sin darse cuenta. No son poemas estéticamente hablando, pero bien podían serlo, o bien a uno se lo parece por su suavidad y modo de andar por casa.
Y de esa forma íntima los va digiriendo con deleite infatigable y casi con aire de sensual delicadeza. “Tengo la mala costumbre mientras hablo por teléfono de ir decorando la pared con el boli…”. Yo la voy inundando de cuadrículas, y pinto de rayones con el dedo los muebles de la casa. Es solo la proximidad de la agenda telefónica. Pero uno da saltos mortales de ilusión, fantasía y decoración del pensamiento, buscando la siguiente página. El otro salto mortal que nos augura el nuevo hilo de Ariadna, sospechando “entonces cuánto me costaría desenredar el futuro”. Y se queda uno reflexionando sobre los cortes de manga que merece la grandilocuencia y el envejecimiento de la avaricia, con lo a mano que se tiene la belleza.